Tumbado de costado encima de dos futones, mis ojos recorren la habitación en busca de algún olvido entre lo recordado. Lo segundo parece ganar a lo primero y me duermo alrededor de la tercera vez que trato de repasar mentalmente la lista: futón, mantas, comida, adaptador para el enchufe...
Quince minutos más tarde, 4 horas según el reloj, suena la alarma del móvil y me despierto con la sensación de no haber dormido más que una pequeña siesta que apenas ha conseguido siquiera intuir el sueño, o quizás la pesadilla, que tocaba esa noche que todavía dura. Me apunto soñar el doble mañana.
La rutina me posee, me lleva, me mueve durante los siguientes minutos y de repente tengo una taza de café en la mano y estoy mirando por la ventana. No recuerdo cómo lo he preparado... pero como toda rutina, no importa mucho, el caso es que no parece que vaya a llover aunque hace mucho viento.
Cargado con dos mochilas salgo a la calle en esa hora en que las farolas han dejado de iluminar aún estando encendidas, pero el sol todavía no acaba de relevarlas del todo, como si le diese pereza empezar a trabajar y remolonease entre sábanas de estrellas y nubes suplicándole cinco minutos más a la luna.
Busco cambio en la tienda de la esquina y un dependiente somnoliento me cobra el sandwhich y la botella de té que he puesto como excusas entre mi billete y sus monedas, esas que luego me servirán para cambiar las mochilas por la llave de una taquilla en la estación a la que volveré unas horas más tarde.
Cambio de tren una, dos, tres veces entre ausencias de gente, huecos que serán ocupados pronto, pero no a esta hora en que el sol está ya tomando su taza de café sin quizás saber cómo lo ha preparado.
No estoy donde creía que debía estar, y me doy cuenta tarde, así que corro hasta el nuevo sitio que requiere cambiar una cuarta vez de tren. El reloj se ríe mientras sigue amenazándome con cada nueva decena de minutos que va marcando.
Cuando ya voy camino del aeropuerto, con diez amenazas de retraso, trato de contactar con los que allí esperan que esté esperándoles. En vano. Todo lo que se me ocurre no funciona, pero no quiero dejar de intentarlo. Creo ver el reflejo del Fuji por la ventana de enfrente, y efectivamente está allí a lo lejos. A él no parece importarle esa manía nuestra de contar los segundos...
Llego al aeropuerto y corro, logrando llegar el primero a las escaleras mecánicas que subo de dos en dos dándome cuenta, en ese momento, que son más altas y casi me caigo al llegar arriba. Sigo corriendo hasta llegar al control de policias. No se me había ocurrido que tal vez necesitaba el pasaporte para ir a la sala de espera... así que todavía jadeando le explico al policía la situación y me dice que con cualquier documento vale.
Me identifico como alien, lo cierto es que a veces me siento así de verdad, y sigo corriendo. Sin pensarlo, esquivo las escaleras mecánicas y subo por las de siempre, que a esas mis rodillas ya les tiene cogida la altura.
Y me topo de frente con mis amigos que llevaban allí un buen rato. Me cuentan lo de su maleta, lo del humo en la pista, lo del susto. Nos reimos aliviados, ellos por que por fin pueden moverse de allí, yo porque todavía no lo habían hecho.
Se me pasa pronto la sensación de ser el peor de los anfitriones en cuanto llevamos dos minutos de conversación y otros tantos de juegos con su hija.
El tren que nos acerca a Tokyo lo hace parando en muchas estaciones, incluso en medio de la nada. Algo va mal y no sabemos qué es. El reloj no deja de reir y marca el triple del tiempo que debería para estar todavía donde estamos.
Llegamos a casa, por fin. Ellos duermen y como uno más de todos los trenes por los que he pasado hoy, yo me encarrilo a los railes de la rutina de la que descarrilé después del café.
En la oficina, después de comer miro las noticias, busco algo sobre Narita. Lo encuentro: un avión de Fedex se ha estrellado en el aeropuerto por un golpe de viento cuando aterrizaba. Han muerto el piloto y el copiloto, una pista ha sido cortada, y el desbarajuste ha causado retrasos tanto en los vuelos, como en los trenes que normalmente estarían perfectamente sincronizados.
Mis amigos duermen. Y yo me acuerdo de que esta mañana, taza de café en mano, parecía que no iba a llover.
Y de que hacía mucho viento.