13 días y 12 noches
13 días hace desde que llegué al pueblo en el que nací. 12 noches durmiendo en la misma habitación que compartí con mi hermano muchos años, y que luego pasó a ser mi refugio dentro de la casa de mis padres.
Dentro de estas paredes torcidas todavía están mis sueños, mis ilusiones, mis cabezonerías de adolescente empeñado en discutirle todo a mis padres. El fuerte donde yo me hacía fuerte.
Abro un cajón y me encuentro con los trajes de Karate que empecé a usar hacia la mitad de mi vida, me topo con las cintas de música que ordenaba cada vez que llegaba la época de exámenes, con albumes de fotos que, aún reconociéndome, parecen reflejar a otro que no soy yo.
Cada armario, cada estantería contiene, como si de un libro se tratase, capítulos de mi vida que estaban enterrados en algún lugar ahí dentro detrás de mis ojos. Y aunque algunos fueron muy malos, no puedo evitar emocionarme y sonreir ante todo lo vivido porque lo que soy ahora no es más que la suma de todos ellos, y no hay uno sólo del que me avergüence.
Salgo a la calle y paseo con la cámara en la mano, como si todavía estuviese en Tokyo. Pero resulta que aquí conozco a casi todo el mundo, así que aprendo a saludar de nuevo: un movimiento de cabeza y una o dos palabras del estilo de "hasta luego" o "aupa ahí" como tanto dicen por aquí. Alguno me reconoce como "el de los videos de Japón", aunque la mayoría ni siquiera se habrá enterado que hace años que ya no vivo aquí.
Vivo la rutina de mis padres con ternura, quedo con antiguos compañeros de trabajo, con amigos de los pocos de verdad que me quedan, con conocidos de siempre. Al de tres días es como si nunca me hubiese ido de aquí y las clases de ceremonia del té, el karate, los combinis y la Yamanote quedan dentro de un viejo sueño vivido hace siglos. Ni siquiera me puedo imaginar hablando en inglés.
Y hoy, en el último día de este extrañísimo año 2008, me encuentro sentado en el Oreka, un bar de mi pueblo donde se puede utilizar internet. A mi alrededor todo son caras conocidas, y raro es ver a alguien de mi edad que no esté casado y con algún niño. Abro el blog y releo entradas antiguas de "cuando vivía en Tokyo" y no me hago a la idea de que el viernes voy a volver a estar allí.
Me he ido de pintxos, he cenado en casa de unos amigos, he ido de compras, he enseñado Bilbao a un amigo japonés que vino a verme y me espera pasar una nochevieja que poco tiene que ver con la que viví el año pasado en un templo.
Y a pesar de todo... me siento fuera de lugar. Me siento vendido en el lugar donde más tiempo de mi vida he consumido. Es como si me faltase una vida que vivir aquí y que todo el mundo tiene, como si yo fuese una interferencia dentro de la rutina de este lugar que ha seguido su curso sin mi.
Sabiendo que la misma sensación la he vivido muchísimas veces en Tokyo, me asustar pensar que ya no sé dónde está mi sitio. Pero mientras trato de averiguarlo, tengo claro que más que los lugares, con lo que más me quedo es con las personas que aquí y allá han ido haciéndose un hueco en mi corazón.
Y espero poder volver a verlas a todas en el año que empieza en nada.